Select Page

No culpen al termómetro

by | Nov 9, 2016

No culpen al termómetro

Los que tenemos hijos hemos pasado por esto centenares de veces: si notamos algo raro con nuestros hijos, los tocamos para ver si tienen fiebre. En caso de que los sintamos calientes, acudimos al termómetro para saber la magnitud del problema (aunque creo que estarán de acuerdo conmigo en que a veces desde que los tocas ya sabes que las noticias no van a ser buenas).

El termómetro entonces nos ayuda a saber la magnitud de la fiebre. Ya si el número es 37.5, 38 o 39 (no hablemos de extremos mayores que no queremos recordar) entonces tendremos pauta de qué hacer: las dosis, el baño, la eventual ida a la farmacia a resurtir el botiquín, despertar al pediatra, prepararse para la noche en vela. Lo que sea necesario.

Odiamos que nuestros hijos tengan fiebre. Pero al mismo tiempo sabemos que aunque hay que controlarla, en realidad nos está avisando de algo más. Casi nos tranquiliza, si nuestros hijos tienen fiebre, que los veamos moquear o estornudar, que tosan como fumadores, o que estén mal de la panza. En muchos casos ya nos sabemos el caminito, nos concentramos en exterminar al bicho (englobemos virus y bacterias aquí), y ya sabemos que como consecuencia, la temperatura del niño volverá a estar alrededor de la tranquilizadora marca de 36.8.

Lo que a ojos de un no experto podría parecer lo mismo (la medición de la temperatura, controlar la fiebre, atacar al bicho) en realidad son tres procesos distintos. La medición de la temperatura nunca es la culpable de nada. Si el niño tiene 38 o 39 grados lo único que el termómetro hace es informarlo. No lo culpemos aunque nos dé malas noticias. La culpa no es de él, y si lo pudiéramos reemplazar por otro aparato, al final nos llevará al mismo destino. Porque la fiebre está ahí.

En cuanto a la propia fiebre, es una manifestación de algo más. Claro, de repente a nuestros hijos les da una fiebre que parece llegada de la nada, que no presenta síntomas, y que se va tan rápido como llegó. La fiebre nos desespera como padres. Las caritas vivarachas de nuestros hijos cambian a rostros demacrados, con ojeras, temblando. Odiamos a la fiebre. Pero pues tampoco es su culpa. La fiebre es una manifestación del cuerpo, digamos por simplificar que es un mecanismo de defensa contra el bicho que ataca el cuerpo.

Entonces no es culpa ni del termómetro (que nada más mide), ni de la fiebre (que nos está avisando que por ahí hay un bicho).

En cuanto a los bichos, pues siempre andan rondando. Le pedimos a nuestros hijos que se laven las manos y los dientes. El antibacterial ocupa sitio de honor en el bolso de millones de madres. Si el hijo es más pequeño, las toallitas húmedas son casi omnipresentes hasta para limpiar el carrito del supermercado en donde nuestros hijos se sientan. Sin embargo, los bichos siguen. No podemos eliminarlos del todo. Incluso había un comercial de jabones que decía que eliminaba al 99% de las bacterias. Eso deja un número importante aún rondando.

Lo que nos toca entonces como padres de familia es limitar la exposición de nuestros hijos a los bichos, y en caso de que se dé, tomar medidas lo más rápido posibles para controlar la invasión de los bichos cuando aún no han cundido por todo el cuerpo.

Porque cuando los bichos ya se esparcieron por todos lados por la omisión colectiva de los padres y de la sociedad en su conjunto, entonces la enfermedad es inevitable. Y sería absurdo culpar al bicho por hacer lo que los bichos hacen. Y más absurdo molestarse por la fiebre que nos está avisando del problema. Y el extremo de lo ridículo sería estar indignado por la existencia de los termómetros que no hacen nada más que ponerle número a un síntoma.

 

Pues bien, amable lectora. Pues bien, amable lector. Este es mi análisis de la elección de Estados Unidos, y mi valoración de los sistemas democráticos.